jueves, 14 de junio de 2007

EL HOMBRE QUE PERDIÓ SU NOMBRE

Aquel hombre había perdido su nombre. Tiempo atrás, había mirado su esencia y la había comparado con los demás. Se había visto extraño, diferente, único, y se había despreciado por ello. Había deseado convertir su existencia en una más entre aquellas que pasean en la misma dirección, y no ser aquel que sufre por ir contracorriente. Y ahora, que lo había logrado, que formaba parte del resto del hormiguero y se reconfortaba en el rebullir de la masa de insustanciales marionetas bailando al son de los demás, ahora que por fin había hecho realidad su sueño, pierde su nombre.

Cuando los restos de algo inquisitivo en su interior resuenan con la pregunta “¿quién soy?”, no sabe responder. Se limita a mirar a su alrededor y decir: “uno de los demás”.

Aquel hombre, que había tenido dentro algo único, inimitable que había renunciado a poseerlo, y lo había quemado en la calidez del fuego comunal; aquel hombre que, queriendo no caer, se habrá apoyado en los hombros de los demás; aquel hombre que, harto de preguntar y no saber responder, había decidido que fueran otros los que lo hicieran por él, sentía ahora el frío de una soledad.

Pero no era este el frío que caló su ser cuando era diferente, sino el frío que se escapa entre los cuerpos de los demás, se escabulle por los huecos de la telaraña de hombres semejantes y penetra entre las ropas, entra en el hueco desolado del espíritu, y se hace dueño de la tristeza.

Acapara y empapa lo que toca sin oponérsele resistencia, pues el abrigo de lo único, el único abrigo, fue quemado en la hoguera de lo herético, el fuego de lo ortodoxo, fulminando y vaporizando lo que aquel hombre fue.

Antes, cuando tenía nombre, y sentía el frío de lo diferente, tenía siempre cerca el abrigo de lo particular, ronroneando en la pasajera calidez del egocentrismo.

Ahora, que no tiene nombre, ya no sabe dónde buscar aquella prenda, ni a quién preguntar, pues todos le dicen: “No lo sé, pregunta a los demás”.

domingo, 3 de junio de 2007

LAS GOTAS DE AGUA


Varias gotas de agua se comenzaban a agolpar en la parte superior de una nube que se enfriaba en su rápido ascenso por el cielo.
Preparadas para caer, listas para dejarse llevar por la fuerza de la gravedad y reposar finalmente en el frío suelo, disolverse en la tierra árida esperanzada de humedad, resbalar en las hojas de algún castaño, acompañar al sinuoso río hasta el mar, o quedar estancadas en algún lago o laguna de las montañas. Así estaban las pequeñas gotas de agua que fueron engordando hasta liberarse de la prisión gaseosa de su nube, y comenzar su viaje. Atravesaron los vientos fríos de las zonas altas de la atmósfera, que les zarandeaban de un lado a otro, cambiando su dirección, ahora más horizontal, ahora mas vertical, pero siempre cayendo. Se cruzaron en su camino con otras gotas que aparecían entre las nubes. Sortearon las alas de los pájaros que volaban camino de sus nidos para refugiarse de la tempestad, hasta que, tras un par de minutos de caída, fueron a parar a la superficie de una roca, golpeando con fuerza y rompiéndose en pedazos más pequeños que resbalaron hasta volver a encontrarse en una grieta que se había inundado en la parte superior de una roca cubierta parcialmente de musgo y rodeada de helechos.
Pasaron allí la tarde, sujetas entre las paredes del pequeño estanque formado en la grieta de la roca, desde donde podían observar una hilera ordenada de hormigas que caminaba de vuelta desde las tierras más allá de las piedras, cerca del río, cargadas de comida, hacia el refugio del hormiguero. Las gotas querían escapar, pero la fortuna les había hecho caer en un lugar del que aparentemente no podían salir. El azar les había jugado una mala pasada, y su afán por recorrer mundo se había estancado en la grieta de apenas cinco centímetros de largo en la que habían caído.
Cercano ya el ocaso, después de los esfuerzos en vano por intentar rebosar los muros que las encarcelaban, apelaron a su última opción: esperar que la noche fuera lo suficientemente fría.
Y así fue. En este caso, aprovechándose de su natural condición para el cambio, las gotas detuvieron su agitación, recibieron con alegría contenida los fríos vientos de la noche, y se fueron juntando poco a poco, hasta no realizar ningún movimiento más.
Trascurridas un par de horas que se hicieron largas, la superficie del diminuto estanque se comenzó a congelar, primero las orillas, reteniendo a las gotas que pudieran querer rebelarse y salir de la formación trepando por las pareces. Después, una fina capa de hielo se formó en toda la superficie, encerrando al resto del agua bajo una nueva pared.
Cuando por fin todo el agua estancada en la grieta se hubo congelado, el volumen del agua creció, y la fuerza que ejerció sobre las pareces rocosas de su prisión bastó para quebrar la firme piedra y abrir una vía de escape en uno de los extremos de la grieta.
Las gotas, satisfechas, esperaron con paciencia que la noche se terminara, y, a los primeros rayos del sol, comenzaron a agitarse regocijadas en el calor que la luz diurna les infundía, hasta que poco a poco cambiaron de estado y se convirtieron de nuevo en líquido.
Las primeras gotas se escabulleron por la rendija abierta en la roca, y observaron en su caída como la gran piedra había quebrado y había cambiado de aspecto en una sola noche, tras años de permanencia inmóvil.
Al caer al lecho de tierra, las gotas de lluvia intrépidas se disolvieron en la arenosa superficie de la orilla del río y, avanzando con sigilo, se unieron a la corriente que les llevaría en un nuevo viaje hasta el mar, donde podrían recibir de nuevo el calor del sol tropical y evaporarse para crear una nueva nube.

En su trayecto agitado y sinuoso de meandros, cascadas y rápidos, las gotas pudieron reflexionar sobre la aventura que habían protagonizado, llegando a la conclusión de que a veces, en ciertas ocasiones, merece la pena solidificarse, si con ello aumentamos nuestro tamaño y nos liberamos de los muros que pretenden evitar que sigamos nuestro camino, pero que tampoco es tan divertido como dicen eso de dejarse llevar por la corriente, aunque más vale mar desconocido, que grieta sin salida.