jueves, 22 de mayo de 2008

SOLEDAD DESEADA

Soledad. Unos la quieren, otros la evitan pero a los pobres desgraciados que no la desean, se les suele imponer. Algunos pocos la buscan, muchas veces sin saberlo hasta que la encuentran. Al principio pesa como una losa de cementerio. Duele, pero los músculos parecen acostumbrarse a soportarla. Cuando más confianza se tiene en haber superado la prueba es cuando la soledad aumenta de densidad y nos abate, derrumbándose sobre nuestros hombros, destruyendo todo aquello que considerábamos inmutable.

Eso es lo que a mí me ha ocurrido. Llegué del otro lado del mar, y mi viaje fue de todo menos apacible. Baste decir que tras meses de trayecto y varios intentos fracasados, llegamos a las playas de la nueva tierra tan solo la mitad de los que habíamos partido. Dejé a mi familia allí, sabiendo que si yo fracasaba probablemente morirían de hambre. No temía que les robaran, porque no teníamos más posesión que el barro con que estaban hechas las paredes. Pero aun albergo pánico ante la idea de que forzaran a mi esposa y convirtieran a mis hijos en soldados. Ninguno de ellos superaba los diez años cuando partí. Aun así, era un riesgo inevitable que tenía que asumir.

A mi llegada, lo primero que hice fue correr. Huí de mi tierra para combatir el hambre, y aquí seguí huyendo, para que no me enviaran de vuelta. Días después un grupo de compañeros y yo fuimos contratados para trabajar en los campos. Más que asalariados éramos esclavos. Pero seguía siendo mejor que nada. Comencé a enviar dinero a mis tíos en la capital, allí en mi país. Rezaba para que ellos supieran hacer llegar ese dinero a mi familia, en la aldea.

Nos alojábamos en chozas y barracones construidos con cartones, maderos y plásticos. Lo suficiente para obtener la sombra en un lugar en que el sol de mediodía derretía hasta las piedras. No hubiéramos sobrevivido tantos de no ser por la ayuda clandestina que nos enviaba un grupo de voluntarios de una asociación de ayuda a los inmigrantes.

Pero con esas ayudas llegó también algo que a la larga fue negativo: ella. Era todo aquello que yo añoraba: el cariño, la comprensión, la conversación, el apoyo y, por desgracia, el deseo. Soñaba continuamente con ella, pero en los más profundo, esperaba que ella no lo hiciera conmigo. Sin embargo, fue un duro golpe descubrir que el deseo que yo sentía era correspondido. Y, aunque el placer sentido por nuestros encuentros al alba en su casa, o al atardecer en los campos, era suficiente para aplacar cualquier sufrimiento, el remordimiento posterior acrecentaba el dolor de mi situación.

Los pocos a los que podía considerar mis amigos en esta tierra hostil me aconsejaban que siguiera adelante con aquella relación. Lo cierto es que si salía bien y conseguía casarme con ella, obtendría la nacionalidad y dejaría de ser perseguido. Pero ellos eran jóvenes y solteros, y no comprendían que yo arrastraba la responsabilidad de mantener una familia a miles de kilómetros de distancia. Además, no amaba a aquella mujer. Sólo la deseaba. Con ella hacía realidad aquello que añoraba de mi matrimonio, pero no llenaba aquellos huecos que me hicieron casarme con mi esposa. Es duro decirlo, pero ella era tan sólo el objeto de desahogo de mis pasiones, un antídoto contra la soledad carnal, y no un proyecto de futuro.

Desde la distancia, observando su silueta alejarse de los campos al amanecer, con los plásticos brillando como un mar en calma, recordaba mi lugar de origen, mi esposa, mis hijos, y la soledad que había aplacado durante un par de horas, volvía a ser más fuerte, y acompañada de un profundo sentimiento de culpa.

Decidí que no podía ser así, que mi mundo daba demasiadas vueltas ya por sí solo como para que yo añadiera velocidad y riesgo. Y así se lo hice saber a ella. Al principio, las palabras no llegaron a sus labios, y una mirada indiferente, neutra, inexpresiva, apareció en su rostro. Pronto, al reaccionar al fin, lo que antes había sido comprensión y cariño se tornó en rencor y odio. La dulce conversación y las caricias en amenazas y chantajes. Se vio dominada por la humillación y el rechazo, y juró que haría de mi vida un infierno, por haber hecho yo de la suya una mentira.

Mi posición, la ilegalidad y clandestinidad, por no mencionar el abatimiento que me provocaba mi adulterio, hacían de mí un ser demasiado vulnerable. Y sus influencias, sus relaciones con las asociaciones de ayuda a los inmigrantes, hacían de ella un ser demasiado poderoso. Y lo sabía. Y lo utilizaba.

Durante meses, no supe nada de ella. Desapareció. No volvió a los campos para ayudarnos. No quisieron decirme dónde estaba, y confié en que el arrebato de la noche de mi confesión hubiera pasado. Pero tiempo después me avisaron de que iban a por mí. Que me habían denunciado, y que la policía tenía pistas de cómo encontrarme en el laberinto de los plásticos. Mis compañeros me pidieron que me fuera, porque no sólo mi cabeza estaba en peligro. Huí de nuevo. Me escondí en los montes cercanos, sobreviviendo como pude, medio muerto de hambre. Pero cada vez que conseguía un poco de estabilidad, ella me encontraba, y enviaba a la policía a por mí. Se movía por un odio tan visceral que no importaba el daño que pudiera causar a otros que no fueran yo mismo.

Al no tener trabajo, y nadie que quisiera contratarme, dejé de enviar dinero a casa. Y recibí un mensaje por boca de otros fugitivos. No pararía hasta enviarme a mi país de origen, fuera donde fuera, me encontraría, porque sabía hacerlo. Me dolía pensar que mi familia pudiera pensar que estaba muerto, o peor aún, que les hubiera traicionado y dejado a su suerte. Pasé largas noches en vela pensando en cómo solucionarlo. No servía de nada pedir perdón. Y no podía perder más tiempo buscando un nuevo lugar donde asentarme. Mi familia se estaría muriendo de hambre, al igual que yo mismo. En el fondo, sabía desde el principio que sólo había dos maneras de solucionar el problema: o yo desaparecía, o lo hacía ella. Me conciencié de que tendría que hacer algo que podría acarrearme grandes daños. Pero no había otra manera de actuar. Tendría que matarla.

Urdí un plan bastante simple, puesto que las cosas complejas siempre suelen fallar. Con mi cuchillo escondido entre las ropas, bajé hace dos noches al pueblo donde ella vivía. Eran poco más de las cuatro de la mañana. Yo sabía que ella estaría en alguno de los campos, ayudando a otros a sobrevivir con algo de decencia.

Me agazapé entre dos contenedores frente al portal de la casa donde vivía. Recordaba perfectamente el lugar, porque había pasado muchas noches en aquella casa, en aquella cama.

No tardó en llegar. Pero no oí sólo sus pasos. Venía acompañada.

Cuando pude ver mejor, descubrí que volvía con uno de mis antiguos compañeros. Ella estaba empapada, y el sudor, mezclado con el polvo de los caminos de los campos se convertía en surcos en su rostro, que caían ennegrecidos hasta su cuello, pegando el pelo de su flequillo a la frente. Aun sabiendo el odio que me profesaba, no podía dejar de rememorar los días en que, sin necesidad de palabras, habíamos conectado de forma tan intensa. Él la abrazaba, besaba. Ambos sonreían, felices, excitados por el peligro de ser descubiertos, animados por la incipiente claridad al este, y jadeando por la dureza del trayecto, probablemente huyendo de alguna patrulla de policía.

Decidí que no podría matar a mi compañero, aunque me sentía traicionado, incluso celoso. Así que intenté permanecer lo más rígido y silencioso que pude. Pero no fue suficiente. La fortuna me abandonó, y un gato que rebuscaba entre la basura algo que llevarse a la boca, bufó, llamando la atención de ella, que se giró y me descubrió.

Sin pensarlo, me abalancé sobre mi antiguo compañero, y, antes de que pudiera reaccionar, clavé el cuchillo en su cuello. Mi brazo se empapó en segundos, y el olor dulzón de su sangre, mezclado con el del sudor y el de los cubos de basura aumentó mi tensión y mi ira, enajenándome, inyectando un sentimiento y una agresividad en mi interior que yo no conocía. Me sentía poderoso, con aquel fuerte hombre desangrándose entre mis brazos.

No tardó mucho en morir, ahogado en su propia sangre. Dirigí mi atención a ella. Me miraba asustada, temblando, pálida y sin respiración. Sus ojos imploraban clemencia, pero yo solo era capaz de ver en ellos el odio acumulado por la humillación y por el rechazo. Me acerqué más sereno de lo que me creía capaz, pero inundado en ira asesina. Pasé mi mano izquierda por su cuello, aferrando su nuca. La acerque hasta que todo su cuerpo encajó con el mío, haciéndome notar como tiritaba de puro pánico. La excitación era tan grande que no quería que terminara ese momento. Un grito en la lejanía me hizo recuperar el sentido de la realidad, y, sin dudar, apuñalé a aquel deseado cuerpo en el abdomen, dejando que sus últimos estertores agónicos alimentaran mi venganza y aplacaran al fin la ira. Me sentía aliviado por haber eliminado de raíz aquello que me causaba tantos problemas. No pensé en ningún momento que estuviera acabando con la vida de una persona. Solo estaba solucionando un problema.

Pero ya no puedo soportar el remordimiento por mis actos. Por eso he venido aquí a confesar, inspector. No me entienda mal. No me arrepiento. Pero ahora que por fin he ganado a pulso la soledad, me he dado cuenta de que la estaba buscando.

Tan sólo le pido una cosa. Ocúpese de que mi familia sepa lo que he hecho. No quiero que piensen que les he abandonado. Con respecto a mí, puede hacer lo que quiera. Ya nada me importa.